Por Mercedes Campiglia
“¡Échale Lucho! que en casa se quedaron las fieras. Ya vámonos… si no ¿quién va a darles de comer? Vamos cariño” decía la madre entre un pujo y otro, mientras sentía la presión de la cabeza de su niño queriendo nacer.
Su hija mayor aguardaba en la sala de espera del hospital; tendría alrededor de 20 años y no había querido entrar al nacimiento. Yo la conocí cuando nos encontramos en un café un par de días antes; tampoco se sentó en nuestra mesa entonces. Quizá prefería conservar un poco de distancia ante el torbellino que representa el la llegada de la vida. Su presencia era suave, sutil y hermosa, quizá prudente, pero en absoluto distante.
Habíamos charlado largo rato entonces; no recuerdo con precisión de qué, pero fue un encuentro agradable. “No tengo miedo del parto, tengo curiosidad” dijo ese día la mujer que ahora pujaba con determinación. Acordamos seguir el rumbo que su cuerpo trazara en el momento dado que, a todas luces, era una mujer fuerte que tenía bien plantado su deseo. Nos despedimos después de un par de horas, sin imaginar que nos reencontraríamos tan pronto.
Todo avanzó muy rápido. ”Hay demasiada gente aquí dentro” había dicho ella minutos antes del nacimiento, ante lo que su doctor hizo salir a pediatra y enfermeras, por lo que en el momento del parto solo estábamos nosotros; el médico y yo como testigos, pero en realidad ellos. Ellos que habían caminado juntos todo el proceso, que juntos cursaron un taller de preparación para el parto, juntos acudieron a las consultas prenatales, juntos eligieron el lugar y las personas que habrían de acompañarlos, juntos entraron a la regadera cuando ella necesitó el apoyo del agua y finalmente juntos habían recibido en brazos a este pequeño niño que nació ensangrentado y llorando. Ella, encuclillada en el suelo y sostenida de un rebozo sujeto al cuerpo de su marido, lo había empujado a la vida. “Estás alto Güero, me cuelgo de ti”, le había dicho en el café cuando él preguntó algo acerca de las argollas para sujetar rebozos del techo que había en algunos hospitales. Y se lo cumplió.
Ni bien se acomodó en la cama pidió que entrara su hija mayor a conocer al hermano que esperaba con amor. Ella se acercó a conocerlo, sutil como era, derramó un par de lágrimas. La placenta aun no había salido cuando el papá cortó el cordón y, al hacerlo, respondiendo a la invitación del médico, le dedicó al niño unas palabras: “Bienvenido Lucio al mundo que has venido a cambiar”; se me llenaron entonces a mí los ojos de lágrimas. La América invertida y contrahegemónica que este hombre tenía tatuada en la espalda se había vuelto palabra breve y contundente. Un llamado al compromiso, a la desobediencia, a la esperanza; una bienvenida al clan del que, a partir de ese momento, formaría parte.
“No lo puedo creer… fue mucho mejor de lo que esperaba… Qué rápido, qué hermoso, qué rico, qué fuerte” dijo la madre refiriéndose a la experiencia que acababa de vivir mientras la pediatra, que no tenía prisa alguna, le acomodaba a su bebé en el pecho para ayudarle a que succionara haciendo uso de un millón de estrategias.
“Los segundos partos nos ayudan a sanar los primeros”, había comentado yo cuando nos entrevistamos. Y los hermanos mayores le abren siempre la puerta a los que vienen luego. Efectivamente vino este nacimiento, que atravesó por puertas abiertas, a sanar las heridas del parto de una mamá muy joven que 20 años atrás había sido víctima de toda la batería de intervenciones que se han vuelto protocolo en la mayoría de los hospitales públicos de nuestro país: restricción del acceso de acompañantes, inducción innecesaria, empujones en la panza, episiotomía, separación de mamá y bebé… resultado, una lactancia y un posparto complicados.
Violencias que, a punta de repetirse, han logrado naturalizarse. “Bienvenido Lucio al mundo que has venido a cambiar” resuena en mi cabeza. En algún momento, mientras ellos estaban metidos en la regadera, el ginecólogo y yo charlamos de un observatorio de violencia obstétrica que él va a coordinar, de la necesidad de transformar la atención en las instituciones públicas de nuestro país, de cómo los nacimientos humanizados no pueden seguir siendo privilegio de las mujeres que tienen recursos para contratarlos. Hablamos de lo difícil que es la tarea, pero también de la importancia de dar la batalla, de seguir intentando. “Yo quiero ver un cambio importante antes de morirme” dijo él en un momento de la charla.
Éste, el nuestro, es un mundo que hemos venido a cambiar. Quizá sea posible sanar no solo un nacimiento a la vez sino miles… los de todas esas mujeres violentadas diariamente que han abierto la puerta de nuestra conciencia. Podemos sanar el parto si transformamos la atención en las instituciones públicas, si reglamentamos correctamente las normas, si damos cabida en el sistema de salud a las parteras. “Bienvenido Lucio al mundo”.