Las sociedades tienden a buscar relaciones cada vez más equilibradas entre hombres y mujeres, especialmente en los sectores medios y altos de la población, y ello ha implicado un replanteamiento de la paternidad, la maternidad y todo lo que gira entorno a dichas funciones. 

Es relativamente frecuente ver a papás cargando a sus hijos, cambiando pañales, involucrándose activamente en la discusión acerca de modelos educativos, asistiendo a consultas prenatales y participando del momento de nacimiento. El modelo convencional en el que el cuidado de los hijos era responsabilidad exclusiva de las mujeres, resulta hoy abiertamente criticado. El cuestionamiento a los roles tradicionales y la exploración de nuevos modelos de paternidad caracteriza a la generación actual de padres. 

Con el involucramiento de los hombres en las labores de crianza, se ha producido un estrechamiento de los lazos afectivos entre los padres y sus hijos, una liberación de la mujer de las tareas propias de la vida familiar, lo cual le ha permitido involucrarse más activamente en el desarrollo profesional y académico y una redistribución más equitativa de las tareas al interior de la familia. En resumidas cuentas, el resultado es claramente enriquecedor y positivo.

Sin embargo, el cuestionamiento a los modelos convencionales no resulta sencillo y comprende siempre movilizaciones de las estructuras. Replicar el modelo educativo de la familia de origen es sin duda más sencillo que ensayar un modelo nuevo. Mientras el hombre se encargaba de proveer el sustento y la mujer del hogar y la familia, las tareas estaban claramente distribuidas y no había duda alguna en cuanto a las responsabilidades de cada cual. Actualmente la mujer asume responsabilidades económicas y el hombre participa en la crianza con lo que el reparto de responsabilidades no resulta tan sencillo y ello hace que con frecuencia las parejas enfrenten una auténtica turbulencia con la llegada de los hijos. 

¿En qué radica el problema? En que no existen equilibrios perfectos y al disolverse las fronteras entre el territorio de uno y otro,  con frecuencia se producen confusiones. Aún cuando el hombre y la mujer decidan abordar juntos el proyecto de formar una familia, compartiendo responsabilidades, usan zapatos diferentes. De no aceptar este hecho, no hacemos otra cosa que estrellarnos una y otra vez, contra un muro inamovible que es la diferencia fundamental entre la posición de uno y otro. 

Los momentos emblemáticos de esta diferencia son el embarazo y el parto, que son el tema de interés fundamental de este trabajo. Durante este periodo en el que la pareja espera al bebé por venir, se hace evidente la base de la imposibilidad de compartir de forma simétrica las funciones de crianza. Aún cuando el hombre se involucre en el proceso del embarazo, acuda a los ultrasonidos, sienta los movimientos de su bebé, asista a clases de preparación para el parto… es evidente que NO está embarazado. Algunas parejas intentan zanjar esta diferencia de postura desde el lenguaje simplemente declarando “estamos embarazados”. Pero la realidad no se construye exclusivamente a partir de la enunciación. El vientre de ella crece y  junto con él la clara diferencia entre su lugar y el de su pareja. Cuando la mujer pretende que su pareja se emocione igual que ella con las primeras “pataditas” o padezca junto con ella el insomnio de las últimas semanas de embarazo, está pidiendo un imposible. 

Lo mismo ocurre durante el parto. Aún cuando el hombre esté presente en el momento del nacimiento, quien va a “parir” es la mujer y sólo ella. En ocasiones la preparación para el parto es usada también como una suerte de pantalla pero la diferencia de posturas NO desaparece a pesar de los esfuerzos que se hagan por negarla. 

¿Qué hacer entonces? Ponerse cada cual en sus zapatos. Resulta infinitamente mejor tener durante el parto a una pareja que acompañe a su mujer desde la emoción que sólo ellos comparten, que a un “couch” que ha decidido participar del evento “activamente” indicando modelos de respiración y posturas adecuadas para cada fase. El padre en el parto no necesita ser más que el padre; no requiere aprender digitopuntura ni aromaterapia. No necesita tomar las riendas del evento sino soltarlas y dejárselas a ella, que es quien realmente está a cargo en ese momento. Acompañar el dolor es tener la capacidad de pararse frente a él con un corazón suficientemente abierto y ancho como para abrazarlo y darle cabida. Es realmente difícil hacer esto, especialmente cuando quien enfrenta el dolor es alguien a quien se ama, pero eso precisamente es lo que se requiere durante el parto… alguien que esté contigo y para ti.

Con esta reflexión no pretendo decir que debamos regresar a los modelos convencionales de paternidad y maternidad. Simplemente quisiera señalar el hecho de que desconocer la diferencia no ayuda a construir plataformas sólidas. Debemos replantearnos las responsabilidades y tareas de cada cual, partiendo del hecho de que usamos zapatos que no son intercambiables. Y que la equidad no necesariamente implica simetría. Podemos plantearnos la crianza de nuestros hijos como una responsabilidad a compartir equitativa pero no simétricamente. No es necesario darle biberones al bebé para repartir la responsabilidad de la alimentación. Es mejor que si la madre, que es quien anatómicamente está diseñada para nutrir, se encarga de hacerlo, el padre asuma otras de las muchas tareas que comprende el cuidado de un hijo.

Mi recomendación para aquellos que se hayan propuesto criar a sus hijos en conjunto: Reconozcan y respeten las diferencias.

 

Mercedes Campiglia
Enero 2012